La leyenda del rey Arturo y de la búsqueda del Santo Grial están inextricablemente unidas y no sólo por su origen. Ambas comparten el sentido idealista, el deseo de buscar la perfección espiritual sobre el trasfondo brutal de la realidad.
No deja de ser curioso que tantos estudiosos modernos hayan observado que toda la materia medieval del Grial y de las novelas artúricas parezca provenir de una fuente común y perdida en época muy remota, Se han trazado paralelismos entre esa fuente hipotética y las obras a que han dado lugar, por un parte, y la llamada "Q" o fuente de donde derivaron los Evangelios sinópticos, por otra.
No obstante, y sin negar que tal vez pudo existir un origen documental común en la obra de los principales exponentes de la leyenda griálica, Chrétien de Troyes y Wolfram von Eschenbach, de un lado, y los diversos autores ingleses del género artúrico, del otro, nosotros sabemos que la fuente común auténtica de toda esa mitología proviene de las doctrinas y tradiciones de Rex Deus.
La fuerza duradera y omnipresente de esa mitología ha sido descrita por Malcolm Godwin en los términos siguientes:
Más que ningún otro mito occidental, la leyenda del Grial retiene la magia vital que la identifica como una leyenda viva, capaz de hablar simultáneamente a la imaginación y al espíritu. No hay otra tan rica en simbolismo, tan variada y muchas veces tan contradictoria en cuanto a su sentido. En su núcleo subsiste un secreto, y esto es lo que ha perpetuado la atracción del Grial en el curso de los 900 años transcurridos, mientras otros mitos y leyendas caían en el olvido sin que nadie los echase en falta.
El Grial adopta diversas formas, según las descripciones. En su variante más difundida la leyenda dice que era la copa en donde José de Arimatea recogió la sangre y el sudor de Jesús crucificado. Si eso fue cierto, sólo pudo ocurrir una vez descolgado Jesús de la cruz y muerto, por tanto, a tenor de uno de los artículos principales de la fe cristiana.
Pero hay tres razones por las cuales no pudo suceder así. La primera, la aversión religiosa judía al contacto con cadáveres y con la sangre, impedía que esa acción se realizase como quiere la fe popular. Si José hubiese tocado el cadáver de Jesús habría tenido que someterse luego a un largo período de purificación ritual, y no habría podido participar en la celebración de la Pascua. La segunda es que la tradición de los buenos creyentes judíos de la época, continuada por los hassidim o asideos actuales, obligaba a sepultar el difunto tan completo como fuese posible, con todo su cuerpo y su sangre, a fin de garantizar la vida en el más allá. Esa práctica reverencial no consentiría retirar una parte de la sangre para conservarla en otro lugar. Por último, la moderna ciencia de la medicina forense nos ha enseñado muchas cosas sobre las primeras fases post mortem que no se conocían en la época de la crucifixión, y que contradicen el relato. ¡Los muertos no sangran! En consecuencia sólo caben dos explicaciones plausibles: o todo el relato es una ficción devota, o más probablemente las cosas ocurrieron tal como se cuenta e indican que Jesús estaba vivo cuando lo bajaron del Gólgota. Es el tema que conmemoran visualmente las estaciones del vía crucis de Rennes-le-Château y que describe el Evangelio perdido de Pedro.
SEGUIRÁ
M. Hopkins - G. Simmans - T.Wallace-Murphy: LOS HIJOS SECRETOS DEL GRIAL
No hay comentarios:
Publicar un comentario