Debemos la primera mención al ilustre prócer y trovador catalán Hugo de Mataplana, el que con su rey Pedro II de Aragón combatió contra los almohades en las Navas de Tolosa y por los albigeneses o cátaros en la batalla de Muret, donde recibió heridas de muerte.
En Huguet, don Huguito, como le llamaban familiarmente los trovadores, nos ha dejado una tensón ("composición poética provenzal que consiste en una controversia, generalmente de amores, entre dos o más poetas") con cierto juglar Reculaire, que acaso tomase tal nombre por alguna habilidad juglaresca que consistiese en saltar hacia atrás.
En Huguet se burla del histrión porque pierde sus ropas al juego y cuando tirita de frío pide prestado un manto. Todo el dinero que se le da es como si se tirase; pero Reculaire se siente filósofo: las riquezas pierden el alma y cuando él muera no llevará de este mundo más que el mayor rey que exista. Por eso prefiere los dados y el vino, por eso anda tan desnudo que, si topa con ladrones, nada le podrán quitar, antes, si acaso, le darán limosna.
Aquel otro juglar que Ramón Vidal se encontró en la plaza de Besalú había, en su viaje por Catalunya, visitado el castillo de Mataplana, donde vio a en-Hugo, que tanto apreciaba el buen saber de juglaría. Y el mismo Ramón Vidal, en otro de sus cuentos o novas rimadas, nos describe la corte del señor catalán. Don Hugo está en su casa rodeado de ricos barones, comiendo entre grandes alegrías, risas y pompa, mientras otros juegan tablas o ajedrez, sentados en almadraques (cojín, almohada o colchón) moriscos de vivísimos colores. Allí están deliciosas damas, solazándose con ellos en cortesía, y allí también se halla el poeta Ramón Vidal, cuando por la sala avanzó un juglarcito muy bien plantado y ricamente vestido, el cual, puesto delante de don Hugo, entonó muchas canciones.
Acabado el canto y vueltos todos a sus diversiones de antes, el juglar expuso a don Hugo las nuevas que allí le traían: dos damas lemosinas le habían encargado someter al recto juicio de don Hugo una contienda de amor que entre las dos había sobrevenido.
Entonces el señor de Mataplana hace quedarse allí hasta el día siguiente al viajero cantor, con el cual todos recibieron aquella noche cumplido solaz. Y muy de mañana, solos en una risueña pradera, Ramón Vidal y el juglarcito con don Hugo, éste da su juicio sobre el caso consultado, apoyándose en la autoridad de varios trovadores. Al terminar su relato, Ramón Vidal, tanto como la erudición de Hugo de Mataplana en materia de cortesía, admira la discreción del juglarcito mensajero:
Anc no vi pus cortes joglar
ni que mielhs saupés acabar
son messatge cortesamén.
Ramón Menéndez Pidal: POESÍA JUGLARESCA Y JUGLARES. Aspectos de la historia literaria y cultural de España (Madrid. Espasa-Calpe, 1975, pp.95-96)
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